Léolo.
Crítica.
A veces una película acaba y
uno siente ganas de exclamar “¡qué película!”, con un entusiasmo que no
comprende hasta que pasa el tiempo, y puede meditar sobre lo que ha visto.
“Léolo” te da ganas de gritar unas cuantas cosas más, sensaciones que uno
conserva desde el primer minuto, que van desde el enojo y la impotencia hasta
la alegría y la tristeza. Por empezar, el niño logra algo majestuoso, genera
con el espectador un vínculo casi mágico, de empatía inmediata, de complicidad
absoluta. Podemos llegar a codearnos con él cuando lo pescamos in fraganti, con
las manos en la masa, porque sabemos que detrás de todo no hay malas
intenciones. La curiosidad es algo característico de este peculiar personaje,
que lo hace ingresar en la difícil etapa de la adolescencia con un impulso
extra, añadiéndole a esto la herencia de las excentricidades de todos y cada
uno de los miembros de la familia, burlando los límites trazados entre la
cordura y el desequilibrio mental. De ahí, un hermano relativamente normal, que
crece con la marca de una experiencia traumática vivida en la niñez, y que lo
conduce a fortalecerse frente al mundo volviéndose fisicoculturista, o una
hermana con inclinaciones a la depresión y al abandono de su propia persona.
Podemos sintetizar que Léolo
no tiene una vida fácil, que debe lidiar con muchas cosas. Pero lo que más lo
afecta es el tema del amor. Ese rayo de luminosidad y pureza que lo sumerge en
algunas de las fantasías más divertidas, y que vuelven este cuento realista en
algo inocente y mágico. Hay un claro contraste entre el realismo de su
situación (el modo de vida, la economía familiar) y el lirismo que brota de su
imaginación (poesía que escribe y que lo acompaña en su viaje por la
preadolescencia), que vuelven a esta gran obra de Jean-Claude Lauzon en una
pieza barroca contemporánea, donde se rinde tributo a lo deformado, y casi a lo
desagradable (en esa época también se estrena “Delicatessen”, de Marc Caro y
Jean Pierre Jeunet, de características similares). Lo que no podemos negar, es
que pese a las lóbregas imágenes que nos ofrece esta poderosa historia de la
infancia (la sucesora de “Amarcord”, la antecesora de “Donde viven los
monstruos”), está repleta de luz. El director juega con el estilo, y entrega
una mirada dura de la vida, aunque en cierto modo esperanzadora: todo, porque
nos sugiere que no hay mejor escondite sobre la tierra que la imaginación
humana, esa en la que los hombres se pueden refugiar a través del arte, quizá
sin intención de que otros hombres sepan de ellos, pero sí con la expectativa
de poder expresar cosas tan profundas. Como el amor.
Puntuación: 8/10 (Muy buena)