Crítica.
“Promesas del este” [“Eastern promises”,
D. Cronenberg – 2007]
Del este llegan las promesas, pero del
otro lado llegan los hechos. David Cronenberg ha conseguido un apático y
horripilante retrato de la mafia rusa, un romance insólito en la negrura del
canibalismo, un drama tragiquísimo que se te clava en la piel como las agujas,
una crítica magnífica a la ambición de poder del hombre desalmado y sin
escrúpulos. Las mezclas no siempre salen bien, pero este notable director
siempre ha sido sujeto de experimentos, y en su gran laboratorio, ha forjado un
clásico instantáneo, una obra espesa y gelatinosa, que se te escurre en las
manos, dejando una pestilente baba que se te cuela en el alma. Hoy por hoy,
años después, puedo afirmar que “Drive”, esa obra de culto de Nicolas Winding
Refn, no sería lo mismo sin el brutal aporte de “Promesas del este”, una
durísima crónica sobre los pesares de una muchacha sensible, guiada más que por
la moral: por el sentido común.
Siendo una de las obras más infravaloradas
de su año [2007], narra la historia de Anna [Naomi Watts], una joven británica
que trabaja en un hospital, y que se encuentra con un caso particular: una niña
nace en Navidad tras el deceso de su madre, Tatiana, una muchacha en ruinas,
ensangrentada, y acompañada exclusivamente por un diario en el que apunta
básicamente su vida, desde sus orígenes, en Rusia. Para averiguar datos sobre
la familia de la niña, a la que nombra Christina, recurre a un restaurante
londinense (mencionado) que vende comida rusa, y está regenteado por un amable
sujeto [Armin Mueller-Stahl]. El hombre esconde secretos, detrás de las primeras
buenas apariencias, y acaba volviéndose una pieza clave en un tablero donde
inevitablemente intervendrán su hijo [Vincent Cassel], un ebrio irrecuperable,
y su chofer [Viggo Mortensen], sujeto de pocas palabras pero mucha inteligencia
y astucia.
Reconozco que el punto fuerte está en la
dirección. El manejo escenográfico, el predominio de tonalidades oscuras, los
ambientes bajos, son un reflejo del cine negro, vuelto contemporáneo y mucho
más identificable. Las escenas que no están filmadas con fascinante y perversa
ternura, orquestadas por una musicalización impagable, están filmadas con un
profesionalismo todavía mayor: son secuencias de puro nervio y tensión
angustiosa. Y detrás de la calma que alberga un cinismo implícito en cualquier
obra sobre mafias, o detrás de la sobresaliente interpretación de Armin
Mueller-Stahl, está la emblemática escena del baño turco. No sé cómo se le
puede llamar, pero en términos coloquiales, me voló la cabeza. Son cinco
minutos que no puedo pasarla bien, aunque quiera, porque el realismo me supera.
Luego pienso en lo experimentado, y disfruto como un loco, porque Cronenberg lo
ha logrado. Sin embargo, en el momento, uno no sabe qué hacer con esa mezcla de
asco y fascinación penetrantes. La destreza física de Mortensen es un detalle
menor, en una obra que logra explotar sus destrezas interpretativas, en un rol
(el del chofer Nikolai, el equivalente al chofer de “Drive” o al famoso
transportador) que le cae como anillo al dedo. El elenco cumple,
circunscribiéndose al loable desarrollo de los perfiles psicológicos de cada
uno de estos individuos.
Profundizando en la cuestión del perfil de
cada uno, resumo mis impresiones a partir de una tajante categorización que
separa, por un lado, a Naomi Watts, Vincent Cassel, y por el otro a Armin
Mueller-Stahl y Viggo Mortensen. Los primeros dos despiertan cierta simpatía.
Ella representa la bondad, la gentileza, la ética. Él, en cambio, es
simplemente un sujeto perturbado, enfermo pero una víctima de sus propios
genes. Aún así, a pesar de todo, son bastante arquetípicos: ella es la heroína
de cualquier fábula, y él es el típico hombre sucio que ama beber y visitar
prostíbulos. No así los otros, mucho más profundos de lo que parecen. A
diferencia de los mencionados arquetípicos secundarios, estos se mueven
únicamente por sus ambiciones de poder. El dueño del restaurante sabe darle el
tono justo, como hombre hipócrita capaz de ocultar todo lo que ha hecho hasta
en instancias límites. Repleto de capas y miradas, sabe que su permanencia en
el trono debe perpetuarse a costa de cualquier sacrificio, aunque sea humano. Y
el chofer, es ese tipo duro y poco articulado, aunque intimidante, que sobre el
final saca a relucir sus intenciones. Hay algún beso innecesariamente confuso,
pero la frase que dispara es más que clara: justifica determinado acto diciendo
“¿cómo puedo ser rey, si el rey todavía sigue en su sitio?”, recordándonos
momentos como “he muerto a los quince años, ahora sólo tengo un objetivo”.
¿Acaso podemos creer que después de todo, un hombre sin alma puede amar?
Divisiones aseguradas, en una producción arriesgada hecha para eso. Un
experimento que hará enloquecer a la audiencia. Lejos de ser perfecta (¿cuándo
lo fue el cine de este director?), abre muchos interrogantes detrás de respuestas
presuntamente obvias, y nos obliga a pensar, al igual que en “Drive”, si las
apariencias realmente engañan.
Puntuación: 7/10 (Notable)