Crítica.
Blue Jasmine, de W. Allen (2013)
Todo está
mezclado en la vida de un mentiroso. Las máscaras con que los hombres ocultan
sus verdaderas intenciones no quedan adheridas a la piel, requieren un esfuerzo
adicional para ser retenidas sin que se caigan al suelo haciéndose pedazos.
Como en los bailes de salón europeos del siglo XVII, con la sustancial
diferencia de que las mascaradas
son un juego que, aun pudiendo volverse delicado (al menos la literatura y el
cine han dado suficientes pruebas de cómo puede conducir a pasiones peligrosas
y normalmente clandestinas), parece culminar en simultáneo con la música. La
vida es mucho más compleja, pero esto es simplemente una idea en términos
teóricos. Dicho esto, podrá inferirse (por simple lógica o por asociaciones que
surjan de la experiencia personal de los lectores) que existen aquellos cuyo
juego de roles se prolonga más allá de una simple noche de copas, y en algunos
casos, se extiende a lo largo de la vida. Hay individuos que son mitómanos por
naturaleza, otros han construido con el tiempo (por razones de variada índole) una persona alternativa,
conforme a sus deseos o expectativas, como el caso de Jasmine, que no es
Jasmine sino Jeanette. Ella es un astro que ha caído, una mujer de la alta
sociedad cuyo esposo está involucrado en negocios turbios, y que de la noche a
la mañana lo pierde todo (la fortuna, el prestigio social, su hijo, su
cordura).
El gran Woody
Allen obsequió a sus seguidores de siempre un tour a lo largo y ancho de Europa
Occidental durante la última década. Primero fue Inglaterra, con su estupenda
trilogía londinense de amores y crímenes conformada por Match Point, Scoop y El sueño de Cassandra. Luego le tocó el
turno a España y Vicky Cristina Barcelona,
que llenó de premios las estanterías de Penélope Cruz. En la ciudad del amor, vino luego Medianoche en París, y concluyó en
Italia con la comedia coral A Roma con
amor. Es cierto que, entre un viaje y otro, Allen no olvidaba su tierra
natal, a la que regresaba para filmar alguna pieza menor como Que la cosa funcione. Sin
embargo, a muchos les costaba hablar de un retorno definitivo a Norteamérica:
era necesario no sólo un retorno espacial, sino también un retorno a su viejo
estilo y con la grandeza de sus producciones más memorables. Los escenarios se Blue Jasmine se reparten entre Nueva
York y San Francisco, dos ciudades que no son novedosas dentro de la
filmografía del autor. Ambos lugares favorecen la representación dicotómica que
da vida a la obra en general. Los momentos aciagos (el fraude, lo ocurrido con su esposo y las lógicas
consecuencias económicas, sociales y espirituales) son el hemisferio que ha
partido a Jasmine en dos: de la irresistible dama de una improvisada alta
sociedad a la desequilibrada y ordinaria mujer que, a sus cuarenta años, habla
sola en la vía pública. Dicho de otro modo, este quiebre arrastra a la
protagonista a sus orígenes como Jeanette, y su regreso a San Francisco es la
primera estación de un declive irreversible. Ella, aun vanidosa a pesar de todo, se niega con todas sus fuerzas a caer,
aferrándose a la fantasía, al alcohol y a una máscara, dispositivo de alta
complejidad que intenta perfeccionar día a día, aunque con menos éxito cada
vez. En el plano temporal, hay un vaivén entre el pasado y el presente que
permite percibir la división irreconciliable de sus dos partes: el contraste
entre una Jasmine indestructible y otra vulnerable (que, vale aclararlo, no ha
sido derrotada por completo, y aspira siempre a otro ascenso en la escala
social), se hace más fuerte por medio de un montaje inteligente, que explota
convenientemente el talento de la actriz protagónica, Cate Blanchett, capaz de
lograr una brillante transformación de su carácter.
La totalidad
de la obra gira alrededor del juego de fuerzas entre la hostil gravedad y el
latente deseo de elevación. Jasmine reúne todos los elementos que hacen de la
obra algo realmente bueno. Es un trabajo de muchísima madurez, que combina la
seriedad de la situación con un humor muy sutil (con contados altibajos en las
escenas en que los chistes se explican demasiado). Después de todo, la gran
broma de Blue Jasmine tiene que ver
con la hipocresía. Un gran porcentaje de las risas que genera es producto del
comportamiento poco genuino de las dos hermanas, la incompatibilidad de los
calificativos que llueven a espaldas de los personajes (como el del cuñado de
la protagonista, por ejemplo) y los que lloviznan en sus caras. Es un notable
punto de partida, una gran idea que el director explota lo suficiente. Más,
habría sido un exceso. Además, todos los matices del drama íntimo del personaje
devastado, quien oscila entre su rol de víctima y de victimario, son más que
oportunos. Se trata de una comedia agridulce
en la medida justa. Una obra prolija y muy generosa con el espectador, sobre
esa mezcla (a veces crónica, a veces pícara y esporádica, a veces involuntaria)
entre la personalidad a la que aspiramos y la que nos toca en suerte. El
título, último elemento de esa mezcla (el ideal: la melodía de los buenos
tiempos y la elegancia de un prestigioso nombre), es la marca distintiva de un
Woody Allen que busca volver a los tiempos de gloria. Con una armonía de
situaciones, elementos y personajes, con la sofisticación del exquisito humor
del Maestro, y con una sobresaliente Cate Blanchett, Blue Jasmine es algo más que una buena película: es un espejo de
nuestra condición esencial de eternos mentirosos, aunque con el pronunciadísimo
acento que amerita el género cómico.
Puntuación: 8/10 (Muy buena)