El reciente estreno de El clan, la última obra del
director argentino Pablo Trapero, ha confirmado muchas de las sospechas que
circulaban, siempre bajo la forma sutil del murmullo, entre muchos críticos de
cine: su sello característico ha dejado de existir. Muy atrás quedaron sus
producciones más memorables, entre las cuales destaca Leonera, su última gran
película. Las colaboraciones con Ricardo Darín en Carancho y Elefante blanco no
hicieron más que dar indicios de un cambio que terminaría de efectuarse con El
clan, la reconstrucción del caso Puccio, una familia de San Isidro (provincia
de Buenos Aires, Argentina) dedicada a los secuestros extorsivos durante la
década de 1980. En este nuevo cine de Trapero, las referencias políticas
explícitas ocupan un lugar privilegiado, que no parece ser mero contexto
histórico sino más bien una denuncia. Y sobre todo, la estética habitual de su
cine se entrega a la armonía del espacio, a la pulcritud y al buen gusto. A
pesar de todo lo monstruoso que ocurre en aquella casa, todo está calculado,
todo dispuesto en su lugar, y genera un efecto paradójico en el espectador: uno
se siente cómodo con lo que ve y con lo que oye (una banda sonora repleta de
hits norteamericanos de la época y de las décadas anteriores), pero en la
postrera reflexión aparece la incomodidad, la sensación de que la prolijidad de
Arquímedes Puccio, el patriarca, y de que el cuadro perfecto que pinta la
“familia modelo”, aspirante a un ascenso considerable en la escala social que
le permita gozar de las mismas ventajas que la clase alta, hacen que la
situación sea mucho más horrorosa.
Uno puede preguntarse si este giro es estratégico (que
busca generar ese efecto antes mencionado) o si es, por el contrario, un
intento de reconciliarse con un público que no siempre ha reconocido sus
mejores películas. La respuesta quedará a criterio de cada espectador. Lo
cierto es que sorprende, y en algún punto siembra un inesperado optimismo:
quizá el director logre algo inédito en su respetable filmografía, que es
unificar el buen cine con la buena recepción, el objetivo de cualquier
cineasta. Y en ese sentido, una película como El clan, sin ser sobresaliente
pero dando un salto de calidad respecto a las dos películas de Darín, es un
primer intento más que decente: no solo por la lograda reconstrucción histórica
de uno de los tantos casos avergonzantes que ha atravesado el país en sus años
oscuros de dictadura y durante el gobierno radical, sino también por el éxito
que ha cosechado en las salas de todo el país y del extranjero (en el Festival
de Venecia recibió el León de Plata a la mejor dirección, un premio de un valor
altísimo). La tendencia revisionista que la sociedad argentina de estos años
tiene sobre el Proceso de Reorganización Nacional (PRN, 1976-1983) explica el
fenómeno en que se ha convertido El clan en los cines nacionales, y que se
articula con la miniserie televisiva Historia de un clan para realizar en
conjunto un estudio pormenorizado no exclusivamente de los crímenes cometidos
sino en particular de los móviles que podrían justificar lo
injustificable.
Para la sociedad de entonces, e incluso para la actual, lo
más llamativo de su modus operandi era que asesinaran a las víctimas incluso
luego de cobrada la recompensa solicitada telefónicamente a los familiares. Aparece
en la audiencia cierto ideal de justicia totalmente atroz que se conformaría
con ver al secuestrado vivo, porque su vida ha sido comprada. Es decir, por
momentos da la impresión de que el acto más abominable para el espectador es el
robo y no el secuestro. El pago de una suma convenida, si acaba con la
recuperación del individuo que ha sido secuestrado, convierte al secuestro en
general en un “acto afortunado”, al punto de que, en muchos casos, las familias
se abstienen de llevar adelante un proceso judicial por temor a algún tipo de
represalias. El intercambio económico, absolutamente institucionalizado,
naturaliza y minimiza el delito de la privación ilegítima de la libertad. Trapero
comprende la importancia de la transacción y la refiere con astucia. El
patriarca, Arquímedes, realiza los llamados extorsivos en teléfonos públicos
ubicados a la vista de todos. Se remarca la impunidad del acto, enfocando la
cámara al teléfono y resaltando cómo los transeúntes caminan por al lado suyo
sin inmutarse mientras él está pidiendo el “rescate”. Durante los años de
coacción policial y terrorismo de estado, y aun en los agitados años de la
transición democrática, la sociedad era ciega, sorda y muda. El individualismo
radicalizado y el temor a la desaparición, la tortura o la muerte,
contribuyeron a internalizar el secuestro como práctica usual en la comunidad,
de la que era preferible estar alejado lo más posible.
Pablo Trapero logra realizar una representación
inteligente de un pedazo de historia reciente, a pesar de algunas fallas que
aun siendo mínimas se hacen notar (cierto vocabulario empleado anacrónicamente,
el uso abusivo y exasperante de flashforwards, y sobre todo una escena
sumamente problemática, como la que transcurre en Tribunales en el tramo final,
que se deja llevar por el sensacionalismo y traiciona el tono verosímil que
venía sosteniéndose de manera apropiada). El director se sirve de un gran
elenco que incluye al actor cómico Guillermo Francella, mostrando su faceta
seria como lo hiciera ya en la película ganadora del Oscar El secreto de sus
ojos. Una sobria caracterización que le permite imponerse en muchas escenas,
sobre todo en las de mayor intensidad dramática. Cada tanto lo eclipsa el joven
Juan Pedro Lanzani, que debuta en la gran pantalla convirtiéndose
inmediatamente en una promesa del cine nacional. El actor interpreta a
Alejandro Puccio, uno de los hijos, que participa activamente en los secuestros
y que en muchos momentos va a cuestionar la empresa de su padre. Una actuación
mucho más contenida y con varias escenas de lucimiento. Cuando comparten
pantalla, hacen que El clan tenga mucho a su favor. Por ellos y por la
relevancia de un caso todavía misterioso pero que merece ser conocido, la
película funciona. El beneplácito de la crítica internacional y el público es
un privilegio que no pocos directores pueden darse. Y que sea Pablo Trapero
quien goce de este privilegio, un gran director a pesar de algunos traspiés, es
razón para contentarse. Después de todo, es una buena película.
Puntuación: 6/10 (Buena)