Crítica.
El tesoro (Comoara, 2015)
Dir.: Corneliu Porumboiu.
Uno de los episodios más traumáticos
de la Guerra Fría tuvo lugar en territorio rumano. La República
Socialista Rumana apenas pudo resistir tras la caída del Muro de
Berlín hacia el final del año 1989. El cierre del capítulo no
podría haber sido más intenso: la ejecución del dictador Nicolae
Ceausescu y de su esposa se convirtió en una de las postales más
recordadas de la derrota del comunismo antes de la disolución de la
URSS y la reformulación del mapa político en Europa del Este
durante la década del noventa. Los países de la región, sumidos en
una profunda crisis que afectó no solo la economía y la política
interna sino también el espíritu de pueblo, debieron acomodarse a
las exigencias de una transición ideológica abrupta. Rumania, por
su parte, fue levantándose poco a poco, dejando atrás una etapa
oscura de su historia, pero siempre recurriendo a ella para hallar
respuesta a las preguntas de una sociedad inquieta e incómoda.
La Nueva Ola de cine rumano reclama,
como movimiento estético, reforzar el diálogo con el pasado
traumático. Con poco más de una década, esta propuesta
cinematográfica constituye uno de los grandes acontecimientos del
séptimo arte y una de las experiencias más impresionantes del
corriente siglo. La convergencia de una multiplicidad de voces nuevas
y jóvenes (ninguno supera los cincuenta años) que desde el cine
refieren ese pasado, o refieren un presente que sólo adquiere plena
significación a la luz de ese pasado, dio origen a un fenómeno
cultural cuya expansión mundial parecería no tener freno. El rasgo
más curioso es cómo estos realizadores jóvenes abordan un pasado
que, por ejemplo, en el caso del fin de la dictadura rumana,
coincidió con sus años de adolescencia. A pesar de eso, todos
muestran gran madurez y mesura, sin abandonar en ningún momento la
mirada crítica sobre los efectos que tuvieron algunos sucesos de la
historia reciente sobre las sociedades actuales.
Los festivales de cine europeos han
recibido cálidamente a estos realizadores, como el ganador de la
Palma de Oro Cristian Mungiu, el reciente ganador del Oso de Plata
Radu Jude, el ganador del Oso de Oro Calin Peter Netzer, dos grandes
artistas como Cristi Puiu y Catalin Mitulescu, y una de las grandes
promesas del cine europeo, Corneliu Porumboiu. Este último se hizo
conocido por su ópera prima, Bucarest 12:08 (2006), y desde entonces
dirigió algunos largometrajes, entre los que se encuentra El tesoro,
su más reciente obra. Entre la aventura y la comedia naïve (al
menos en su superficie), esta película relata la búsqueda de un
tesoro que emprenden dos vecinos que atraviesan dificultades
económicas. Lo que parece ser una delirante empresa privada acaba
tornándose de interés público, ya que las leyes establecen que
todo aquello que se encuentre enterrado debe ser reportado
inmediatamente a la policía, pudiendo ser considerado patrimonio
nacional (por lo que, a sus propietarios, sólo les correspondería
el 30% del valor total de lo que encuentren, sea lo que sea).
A veces una premisa que parece absurda
puede conducir a punzantes reflexiones sobre el estado de las cosas
y, cuando esto ocurre, el cine se hace más grande. Ese giro hacia el
terreno de la ley, totalmente atravesado por la memoria (es decir,
por la voluntad de recordar y de archivar aquello del pasado que no
debe quedar enterrado ni en los jardines ni en el inconsciente
colectivo), va más allá de la ridiculización de una burocracia
onmipresente, incluso más allá del fetichismo de la conservación
de objetos de valor: adjudica a la herencia cultural una importancia
histórica para la redefinición de ese espíritu de pueblo. En
definitiva, El tesoro no habla tanto de la búsqueda ni del hallazgo,
sino del redescubrimiento de una nación olvidada, de un imaginario
perdido. Hay una constante evocación de las viejas revoluciones, de
las generaciones ancestrales, y de un legado que se legitima en esa
genealogía compartida: legado cuyo rédito económico será puesto
en discusión.
Esta es una dialéctica entre el pasado
y el presente del pueblo, inspirada por la astucia de un realizador
que no se conforma con las convenciones del género de aventuras (la
ansiedad incontenible de los emprendedores, los extravagantes
instrumentos de búsqueda, incluso la personalidad del hombre
dedicado a la detección de metales, un sujeto que se mueve
pendularmente entre un profesionalismo extremo y una firme convicción
en su esperpéntico modus operandi), y que avanza hacia algo mucho
más profundo, una tragicomedia sobre el pasado, el presente y el
futuro de un país. Pero también ofrece una retórica jactanciosa
respecto de esa literatura convencional (mejor dicho,
convencionalizada) sobre búsquedas de tesoros, de una construcción
mítica de cierto imaginario cultural que el testimonio y el arte han
ayudado a formar. Sin ahondar en detalles reveladores de la trama, el
ingenio del epílogo muestra que lo que se impone, en última
instancia, es el relato arquetípico. Todo lo que queda en las
orillas de lo convencional resulta ser poca cosa: sólo el hallazgo
del oro garantiza el éxito de la empresa.
Puntuación: 8/10 (Muy buena)